Colgado en la estación
del "Gare du Nord" estaba aquel reloj que me recordaba con cada
tic-tac que me hacía vieja. No era solo el ritmo coordinado de bastón con
las agujas, era el sonido de sirenas, el movimiento de maletas de aquí para allá,
las personas que esperaban a algo o alguien. A mí no me quedaba nada allí, sin
más equipaje que el recuerdo, y sin más espera que la de la muerte deseaba
marcharme. Tomé asiento en aquellas butacas, justo al lado de la ventana, para
poder observar sin arrepentimiento lo que dejaba atrás. Sin darme cuenta, me
había pasado la vida buscando un hogar: en la turbia e intranquila Nueva York,
en la gris y triste Londres, en los pequeños prados de Holanda. Busqué en camas
de hombres, en atardeceres y primaveras, en labios con miel y calles perdidas
de farolas. Pero ni los mares, ni los besos, ni lo fugaces otoños o las
duraderas lluvias consiguieron llenar mi corazón de calma. Con el tiempo
comprendí que mi hogar se encontraba en los trenes, las vías que, sin ningún
reproche, te mostraban el camino de tu destino. Y ahora que sé a dónde
pertenezco, que no vengo de ninguna parte, ni voy a ningún lugar sólo me queda
entregar mis suspiros. Si me quieres, búscame
en el viento.